Saturday, September 30, 2006

Los símbolos de los disparates.













Diarrea por exeso de spici lectura

Terminé algún capítulo del "Péndulo de Foucault" y salté estrepitosamente de la cama en dirección a la computadora. Espero que la misma termine con su parnafernalia, y casualmente me encuentro ante sus ojos, lector.
Si, si, a Newton se le cayó una manzana en la cabeza, rebotó en el pasto, recorrió espacio- tiempo, y se la comió Eva. Luego, el mísmo fruto metafórico enmarcado en la Ley Gravitatoria y en La Biblia, yace en un cajón con cierta etiqueta que lo caracteriza y envuelto en un papel púrpura o violeta, for export.
Es una manzana señor cabalista, es eso. Dígame usted que no la puedo comer y entablaremos batalla. Solamente si usted me aclara que esto es literatura, la gozaremos con un Tannat mediante, risas, lágrimas y algún improperio digno del caso, a modo de acento.
Dígame usted científico, si los sueños tienen masa. O si se la ponemos para divertirnos un rato. Juguemos para comprender.
¿Existe la gravedad o la creó aquél que se paró sobre hombros de gigantes?
¿Es plana la tierra?
Parecen preguntas estériles, como algunos instrumentos, y tal vez lo sean. Pero fecundan reiteradamente aquello que hizo el señor Newton. La incertidumbre. Bichito hermoso como la Venus arcaica.
Rodeados de satélites, triangulando imágenes planas, y con unas cuantas conjeturas apoyadas en guarismos razonables, creemos tener la certeza.
Ahora bien, un círculo perfecto para el renacimiento, una elipse en el barroco. A mí me gustaría que fuera un vulvo amorfo para el 2030. ¿A usted?
¿Y si somos un punto, igualito a la definición matemática del mismo, es decir, nada, una referencia?
Pudiendo ser, la gravedad, una fuerza exógena independiente a la masa terrestre. ¿Qué tul? ¿Un disparate no?
Ah, si, mi querido hombre de ciencia, las variables son tantas que hay que acotarse a los paradigmas, lo pragmático por ejemplo.
Me sirve para calcular la presión de agua en cierto punto de su instalación sanitaria. Podemos también tirar una bombita y prever su trayectoria, etc..
Juguemos hombre de la ciencia, pero sepamos que esto es lúdico, no se me enfurezca por tan poca cosa.
¿Me vas a definir la vida con el pragmatismo?
Usted bien sabe que ni la suya conoce. ¿Se atreve a definir la de los demás? ¿Y todavía se rige por su literatura?
Amigo mio, yo en ocasiones también pienso en abrazar el todo. No hay mejor manera de alcanzarlo con los brazos que simplificándolo mediante la razón. Lo sé, o al menos lo pienso así.
Pero, los sueños no tienen masa. ¿O si?
¿Me va a planificar todo un futuro prescindiendo de eso?
En solo un sueño de siesta, se pueden juntar pasado, presente y futuro sin orden alguno y parámetros espaciales diversos. Tal vez, cuando me despierto, me caigo de la cama sobre la manzana. Y cómo duele.
Hasta aquí, usted y yo, estamos desorientados por los párrafos anteriores. Y mire que he releído esto más que usted probablemente. Pero no lo quiero cambiar, es como un desafío, para ponerle algún paradigma contemporáneo.
Algún día le explicaré como la sarta de disparates antedichos agarra coherencia con la interpolación de sus símbolos. Léase, los símbolos de los disparates.


LEIGNORANT

Sección Joyitas: "El joven Goodman Brown", de Nathaniel Hawthorne

El joven Goodman(1) Brown salió a la calle de la aldea de Salem cuando el sol se ponía. Pero después de cruzar el umbral introdujo de nuevo la cabeza para cambiar besos de despedida con su reciente esposa. Y Fe, como tan apropiadamente se llamaba, sacó a su vez su linda cabecita, permitiendo que el viento jugara con las cintas rosadas de la cofia mientras llamaba a Goodman Brown.
-Corazón mío -susurró suavemente y con un dejo de tristeza cuando sus labios le rozaron la oreja-, te suplico que postergues el viaje hasta la madrugada y que esta noche duermas en tu cama. A una mujer cuando se queda sola la perturban tales sueños y tales pensamientos, que a veces tiene miedo de sí misma. Te lo ruego, quédate conmigo esta noche, entre todas las noches del año.
-Mi amor y mi Fe -replicó el joven Goodman Brown-, entre todas las noches del año, tengo que pasar esta única noche lejos de ti. Mi viaje, como tú lo llamas, sin falta debe hacerse de ida y vuelta de aquí al amanecer. ¡Cómo! Mi dulce, bella esposa, ¿dudas tú ya de mí, cuando apenas llevamos tres meses de casados?
-Siendo así, que Dios te bendiga -dijo Fe, la de las cintas rosas-; y ojalá encuentres todo bien a tu regreso.
-Amén -respondió Goodman Brown-. Reza tus oraciones, querida Fe, acuéstate temprano y nada malo va a ocurrirte.
Así se despidieron. Y el joven prosiguió su camino hasta que, a punto de doblar la esquina del templo, miró hacia atrás y vio la cabeza de Fe todavía asomada, contemplándolo con aire melancólico a pesar de las cintas rosadas.
"Pobrecita Fe -pensó, puesto que el corazón lo castigaba-. ¡Soy un canalla, dejarla para embarcarme en semejante cometido! Ella también habla de sueños. Mientras lo hacía me pareció ver angustia en su rostro, como si un sueño la hubiera prevenido sobre la clase de tarea que esta noche ha de llevarse a cabo. ¡Pero no, no; la mataría el solo pensarlo! En fin, ella es un ángel bendito en este mundo; y después de esta única noche me coseré a sus faldas y la seguiré hasta el cielo."
Con esta excelente decisión para el futuro Goodman Brown se sintió justificado para apurarse todavía más en su presente propósito maligno. Había cogido por un camino lúgubre, oscurecido por los árboles más siniestros del bosque, que apenas si se hacían a un lado para dejar que la trocha se escurriera entre ellos, cerrándose en el acto por detrás. La ruta no podía ser más despoblada; y en tales soledades se presenta la particularidad de que el viajero ignora si hay alguien escondido tras los innumerables troncos y arriba en el ramaje, de modo que al andar a solas puede así y todo estar pasando en medio de una multitud invisible.
"Detrás de cada árbol puede haber un indio endemoniado -se dijo Goodman Brown, mirando para atrás mientras añadía-: ¡Hasta el diablo en persona me puede estar pisando los talones!"
Así, con la cabeza vuelta, dobló un recodo del camino. Cuando volvió a mirar de frente avistó la silueta de un hombre trajeado de modo sobrio y digno, que esperaba sentado al pie de un árbol añoso y que se levantó cuando él estuvo cerca para seguirle el paso hombro a hombro.
-Llegas tarde, Goodman Brown -le dijo-. El reloj de la iglesia de Old South daba la hora cuando pasé por Boston y eso fue hace quince minutos cumplidos.
-Fe me detuvo un rato -replicó el joven, con la voz temblorosa por la súbita aparición del compañero, aunque no era del todo inesperada.
El bosque estaba ya sumido en las sombras, más intensas en el paraje por el que transitaban. Hasta donde podía discernirse, el segundo viajero aparentaba unos cincuenta años, por lo visto ocupaba un rango social similar al de Goodman Brown y se le parecía bastante, quizás más en el porte que en los rasgos. Con todo, podrían pasar por padre e hijo. No obstante, aunque el mayor vestía de modo tan sencillo como el joven e igualmente sencillo era su comportamiento, tenía el aire indescriptible de alguien que conocía el mundo y que no se habría sentido apocado en la mesa de banquetes del Gobernador o en la corte del rey Guillermo(2), de ser posible que hasta allá lo hubieran conducido sus asuntos. Pero la única cosa en su persona que se podría señalar como extraordinaria era su bastón, que tenía la apariencia de una gran culebra negra y estaba labrado de modo tan curioso que parecía enroscarse y retorcerse por sí solo, como una serpiente viva. Esto, por supuesto, debía de ser una ilusión óptica, favorecida por la luz incierta.
-Vamos, Goodman Brown -lo llamó el compañero de jornada-, este paso es muy lento para empezar un viaje. Toma mi bastón, si es que tan pronto te has cansado.
-Amigo -dijo el otro, que de la marcha lenta pasó a parar del todo-, ya cumplí con el pacto encontrándonos aquí; y ahora mi intención es devolverme al punto de partida. Tengo escrúpulos respecto del asunto que sabemos.
-¿Conque eso dices? -respondió el de la serpiente, riendo para sí-. De todos modos sigamos caminando mientras lo discutimos; y si no te convenzo, te devuelves. Todavía no hemos recorrido más que un corto trecho.
-¡Demasiado lejos, demasiado! -exclamó el joven esposo, reanudando la marcha sin darse cuenta-. Mi padre nunca se adentró en el bosque para emprender semejante aventura, ni antes su padre. Desde los tiempos de los mártires hemos sido un linaje de hombres honrados y buenos cristianos; y yo sería el primer Brown en tomar por este camino y andar...
-En semejante compañía, ibas a decir -observó el personaje mayor, interpretando la pausa-. ¡Bien dicho, Goodman Brown! Conozco a tu familia tan bien como a ninguna otra entre los puritanos. Le ayudé a tu abuelo el alguacil cuando con tantos bríos azotó a la cuáquera por las calles de Salem; y fui yo el que le procuró a tu padre la tea de pino embreado, encendida en mi propio hogar, para que le prendiera fuego al poblado de indios durante la guerra del jefe Metacomet. Ambos fueron buenos amigos míos; y dimos más de un paseo agradable por este mismo camino y regresábamos llenos de alegría pasada la medianoche. Por consideración a ellos me gustaría ser tu amigo.
-Si es como usted dice -respondió Goodman Brown-, me sorprende que jamás hablaran de estas cosas; o, en realidad, no me sorprende, en vista de que el menor rumor al respecto los habría expulsado de Nueva Inglaterra. Somos gente de oración y, por si fuera poco, gente de buenas obras, y no practicamos semejantes maldades.
-Maldades o no -dijo el caminante del bastón retorcido-, gozo de un trato muy amplio aquí en Nueva Inglaterra. Los diáconos de más de una parroquia han bebido conmigo el vino de la comunión; los administradores de diversos pueblos consideran que soy su presidente; y en la Asamblea Legislativa la mayoría de los miembros apoya firmemente mis intereses. Además, el Gobernador y yo... Pero esos son secretos de Estado.
-¿Podrá ser cierto? -exclamó Goodman Brown, lanzando una mirada de estupor a su desaprensivo acompañante-. Sea como sea, no tengo nada que ver con el Gobernador o la Asamblea. Ellos hacen lo que les parece y no tienen autoridad sobre un simple granjero como yo. Pero, si yo siguiera con usted, ¿cómo podría darle después la cara a ese buen anciano, a mi pastor en la aldea de Salem? El mero sonido de su voz me pondría a temblar en los días de fiesta y en los días de prédica.
Hasta entonces el caminante de mayor edad había escuchado con la circunspección debida, pero ahora echó a reír de modo incontenible, sacudiéndose con tal violencia que el sinuoso bastón de veras pareció culebrear en concordancia.
-¡Ja, ja, ja! -rió una y otra vez hasta que, recobrando la compostura, dijo-: está bien, continúa Goodman Brown, pero por favor no hagas que me muera de risa.
-Bien, entonces, para que terminemos de una vez con el asunto -dijo Goodman Brown, bastante picado-, está mi esposa, Fe. Le partiría su frágil y tierno corazón; y yo más bien me partiría el mío.
-No, si ese es el caso -respondió el otro-, es mejor que hagas como te parezca, Goodman Brown. Ni por veinte viejas como la que va rengueando allá adelante querría yo que tu Fe sufriera daño alguno.
Al decir esto apuntó con el bastón hacia la silueta de una mujer en el camino, que Goodman Brown reconoció como la de una señora devota y ejemplar que le había enseñado el catecismo en la infancia y que seguía siendo su consejera moral y espiritual, conjuntamente con el pastor y el diácono Gookin.
-Un prodigio, de veras, que la tía Closse ande de noche tan lejos en el bosque -dijo Brown-. Pero con su permiso, amigo, voy a tomar un atajo por el monte hasta que hayamos dejado atrás a esa cristiana. Como no se conocen, podría preguntarme con quién ando asociado y adónde me dirijo.
-Así sea -dijo el acompañante-. Métete por el monte y deja que yo siga por el camino.
Por consiguiente, el joven se desvió. Pero se daba maña para ir observando al compañero, que prosiguió tranquilamente hasta que estuvo a pocos pasos de la vieja señora. Mientras tanto, ella avanzaba como mejor podía, con inusitada rapidez para tratarse de una mujer de tanta edad y mascullando palabras indistintas -una oración, sin duda- al andar. El caminante levantó el bastón y le tocó la nuca marchita con lo que parecía la cola de la serpiente.
-¡El demonio! -chilló la vieja beata.
-¿De modo que la tía Cloyse reconoce a su viejo amigo? -inquirió el viajero, poniéndosele enfrente y apoyándose en el palo retorcido.
-¡Ah, cómo no! ¿Pero efectivamente se trata de su señoría? -exclamó la buena mujer-. Sí, claro, y a imagen y semejanza de mi viejo compinche Goodman Brown, el abuelo del tonto que ahora lleva el nombre. Pero, ¿lo creería su señoría?, mi escoba desapareció como por ensalmo, sospecho que robada por esa bruja sin colgar de la tía Cory, y eso cuando además yo andaba toda ungida de jugo de cañarejo, y de cincoenrama, y de acónito...
-Majado todo con trigo menudo y con la grasa de un recién nacido -dijo la aparición del viejo Goodman Brown.
-¡Ah, su señoría conoce la receta! -exclamó la anciana, soltando un cacareo-. Así que, como venía diciendo, estando lista para la reunión, y sin caballo, me decidí a recorrer a pie todo el camino. Porque me dicen que esta noche vamos a admitir en comunión a un agradable jovencito. Pero ahora su atenta señoría me va a dar el brazo y estaremos allí en un abrir y cerrar de ojos.
-A duras penas puede ser -contestó su amigo-. No puedo ofrecerle mi brazo, tía Cloyse. Pero aquí tiene mi bastón si lo desea.
Diciendo esto lo arrojó a los pies de la vieja; en donde acaso cobró vida, pues se trataba de uno de los báculos que en tiempos pasados el dueño les facilitara a los magos de Egipto. Sin embargo, Goodman Brown no pudo tomar conocimiento de este hecho. La sorpresa lo había hecho alzar la vista al cielo. Y cuando otra vez bajó los ojos no vio a la tía Cloyse ni al bastón serpentino, sino a su compañero, solo y esperándolo tan tranquilo como si nada hubiera sucedido.
-Esa anciana me enseñó el catecismo -dijo el joven.
Y había todo un mundo de significación en este escueto comentario.
Siguieron andando mientras el mayor exhortaba al otro a que fuera más rápido y a que perseverara en el camino, arguyendo con tanta habilidad que sus razonamientos parecían brotar del pecho de su oyente más bien que sugeridos por él mismo. Arrancó de pasada una rama de arce que le sirviera de bastón y comenzó a despojarla de tallos y retoños, humedecidos por el rocío vespertino. Cuando sus dedos los tocaban, se ajaban de modo singular y se secaban como si hubieran recibido una semana de sol. Y así, a buen paso y sin obstáculos, prosiguió la pareja hasta que, de pronto, en una oscura hondonada del camino, Goodman Brown se sentó en el tocón de un árbol y se negó a seguir adelante.
-Amigo -dijo tercamente-, ya lo he decidido: no voy a dar un paso más en estas andanzas. Qué importa que una vieja desgraciada prefiera irse al diablo cuando yo pensaba que iba a ir al cielo. ¿Es esa una razón para que yo abandone a mi querida Fe y la siga a ella?
-Con el tiempo vas a pensar mejor sobre todo esto -dijo serenamente el conocido-. Quédate aquí sentado y descansa un rato. Y cuando tengas ganas de moverte otra vez, aquí está mi bastón para ayudarte en el camino.
Sin más palabras le arrojó al compañero el palo de arce y se perdió de vista velozmente, como si se hubiera esfumado en las tinieblas cada vez más densas. El joven permaneció sentado un rato a la vera del camino, felicitándose fervorosamente y pensando en la limpia conciencia con que le haría frente al pastor en su paseo matinal y en que no tendría que rehuir la mirada del buen diácono Gookin. ¡Y qué sueño apacible sería el suyo aquella misma noche, que antes iba a emplear malignamente, pero tan pura y dulcemente ahora en los brazos de Fe! Estando absorto en tan placenteras y encomiables meditaciones, Goodman Brown escuchó trancos de caballos por el camino y consideró prudente esconderse en la orilla del bosque, sabedor del culpable propósito que lo había traído hasta ese lugar, aunque ya lo había abandonado felizmente.
Hasta él llegaron el ruido de los cascos y el de las graves y cascadas voces de dos jinetes que charlaban despreocupadamente mientras se iban acercando. Estos sonidos varios parecieron pasar a unos cuantos pasos del escondite del joven. Pero, sin duda debido a la espesura de la oscuridad en aquel paraje singular, no se vieron los viajeros ni sus bestias. Si bien rozaron con el cuerpo las bajas frondas que bordeaban el camino, no pudo verse que interceptaran ni por un instante el tenue resplandor que provenía de la franja de cielo contra la cual habían debido recortarse. Goodman Brown se acurrucó y se empinó por turnos, apartando las ramas y asomando la cabeza hasta donde se atrevió, sin discernir una sombra siquiera. Esto lo inquietó aún más, porque podría haber jurado que, si tal cosa fuera posible, había reconocido las voces del pastor y el diácono Gookin, quienes cabalgaban a trote corto, en calma, como solían hacer cuando iban rumbo a una ordenación o un concilio de iglesias. Mientras estaban todavía al alcance del oído, uno de los jinetes se detuvo a sacar una fusta.
-De las dos, su reverencia -dijo la voz parecida a la del diácono-, preferiría perderme la cena de ordenación y no la reunión de esta noche. Dicen que algunos miembros de nuestra comunidad van a venir de Falmouth y más lejos, y otros de Connecticut y Rhode Island, aparte de varios indios hechiceros que, a su manera, saben tanto de artes diabólicas como los mejores de los nuestros. Además, hay una joven de buenas aptitudes que vamos a admitir en comunión .
-¡Excelente, diácono Gookin! -respondió el timbre solemne y cascado del pastor-. Piquemos las espuelas o llegaremos tarde. No puede hacerse nada, ya lo sabes, hasta que yo no esté sobre el terreno.
Se escuchó otra vez el ruido de los cascos. Y las voces que tan extrañamente conversaban en el aire vacío siguieron bosque adentro, en donde nunca se había congregado iglesia alguna o había rezado ningún cristiano solitario. ¿Adónde entonces podían dirigirse estos hombres de Dios, en las entrañas de la selva pagana?
A punto de irse al suelo, desfalleciente y agobiado por un infinito malestar del corazón, el joven Goodman Brown tuvo que agarrarse a un árbol para sostenerse. Alzó la vista al firmamento, dudando si en realidad había un cielo sobre su cabeza. Sin embargo, allá estaba la bóveda azul; y los luceros titilando en ella.
-Con el cielo arriba y con Fe en la tierra seguiré firme contra el demonio!-gritó Goodman Brown.
En tanto que miraba fijamente la profunda bóveda celeste con las manos levantadas para orar, una nube, a pesar de que el viento no soplaba, cubrió el cenit rápidamente y ocultó las estrellas que lo iluminaban. Todavía se veía el cielo azul, excepto en la zona que quedaba directamente arriba, por donde la masa nubosa surcaba veloz con dirección al norte. Desde los aires, como viniendo de las profundidades de la nube, descendía un sonido de voces equívoco y confuso. Por un instante él creyó distinguir los acentos de gentes de su pueblo, hombres y mujeres, unos píos y otros profanos, con muchos de los cuales se había encontrado en la mesa de la santa cena mientras a otros los había visto de farra en la taberna. Tan indistintos eran los sonidos, que al momento dudó haber oído otra cosa que el murmullo del viejo bosque, susurrando sin viento. Pero otra vez cobraron fuerza aquellos tonos familiares que escuchaba a diario bajo el sol de la aldea de Salem, mas nunca hasta el presente procedentes de una nube de sombras. Había una voz, la de una joven, que profería lamentos, aunque lo hacía con una pena incierta, y que imploraba alguna merced que acaso le afligiría obtener; mientras la turba invisible, justos y pecadores, parecía alentarla a que siguiera adelante.
-¡Fe! -exclamó Goodman Brown, con un grito de agonía y desesperación; y los ecos del bosque lo imitaron, gritando "¡Fe, Fe!" como si un coro de infelices anduviera perplejo buscándola por todos los rincones de la espesura.
El alarido de terror, furia y congoja hendía la noche mientras el desdichado esposo contenía el aliento esperando respuesta. Se escuchó un grito, de inmediato ahogado por un recrudecer del vocerío, que se fue apagando en medio de remotas carcajadas a medida que la nube se perdía en lontananza, dejando el cielo claro y silencioso sobre Goodman Brown. Pero algo liviano cayó revoloteando por el aire y se enganchó en la rama de un árbol. El joven lo tomó y se encontró con una cinta rosa.
-¡Mi Fe se ha ido! -gimió, tras un momento de estupefacción-. No existe el bien sobre la tierra. Y el pecado es sólo un nombre. Ven pues, demonio; ya que este mundo a ti te ha sido adjudicado.
Y enloquecido de desesperación, de tal manera que estuvo riendo en voz alta un largo rato, Goodman Brown agarró el bastón y partió otra vez, con tal velocidad que parecía volar sobre el camino más bien que andar o que correr. La senda se fue haciendo cada vez más agreste y más tétrica y su trazo cada vez más borroso, hasta que desapareció del todo, abandonándolo en las entrañas de la selva oscura. Pero él siguió adelante, propulsado vertiginosamente por el instinto que guía a los hombres hacia el mal. El bosque todo estaba poblado de sonidos horrísonos: crujidos de los árboles, aullidos de fieras, ululares de indios; mientras que a ratos el viento tañía como la campana de una iglesia lejana y a ratos envolvía al viajero en un rugido penetrante, como si la naturaleza en pleno se burlara de él. Pero él mismo era el horror principal de esta escena y no se amilanaba con los demás horrores.
-¡Ja, ja ja!-estallaba estrepitosamente Goodman Brown cuando el viento se reía de él-. Vamos a ver quién ríe más fuerte. No creas que vas a asustarme con tus artes satánicas. ¡Vengan brujas, vengan magos, vengan indios hechiceros, venga hasta el diablo mismo, que aquí viene Goodman Brown! ¡No hay razón para que no le teman tanto cómo él les teme a ustedes!
Ciertamente, en todo el bosque encantado no podía haber nada más aterrador que el espectáculo de Goodman Brown. Volaba entre los negros pinos blandiendo el bastón con ademanes de locura, ya dando rienda suelta a una andanada de blasfemias horribles, ya profiriendo risotadas que hacían que todos los ecos de la selva rompieran a reír como demonios a su alrededor. El Maligno en persona es menos espantoso que cuando rabia en el pecho de un hombre. Y así el endemoniado siguió su veloz curso, hasta que, temblorosa a través del follaje, divisó al frente una luz roja, como cuando los troncos y las ramazones de los árboles talados de un desmonte son pasto de las llamas y arrojan contra el cielo un fulgor espectral a la hora de la medianoche. Se detuvo, aprovechando que amainaba la tormenta que lo había impelido, y escuchó elevarse el canto de lo que parecía ser un himno, cuyas cadencias majestuosas venían desde lejos con el peso de numerosas voces. Él conocía la música; el coro del templo de la aldea la entonaba con frecuencia. Los ecos de la letra se iban extinguiendo con cierta pesadez y fueron prolongados por otro coro, no de voces humanas, sino de todos los sonidos de la naturaleza anochecida, que tronaron a un tiempo en atroz armonía. Goodman Brown lanzó un grito que se perdió para su propio oído, pues lo hizo al unísono con este grito de la selva.
Enseguida, durante la pausa de silencio, se adelantó furtivamente hasta que el resplandor pegó de lleno en sus ojos. En un extremo del claro, enmarcado por la negra muralla del bosque, se levantaba una roca que tenía cierto parecido tosco y natural con un altar o un púlpito. Estaba rodeada por cuatro pinos llameantes, los copos encendidos, los troncos intactos, como los cirios de un oficio nocturno. La fronda que cubría la cima de la roca ardía toda, hiriendo la noche con altas llamaradas y alumbrando caprichosamente el descampado entero. Cada gajo colgante, cada festón de hojas estaba envuelto en llamas. Al ritmo que crecía o se atenuaba la refulgencia roja, una nutrida congregación se iluminaba, desaparecía entre las sombras y resurgía, por así decirlo, de las tinieblas, poblando en el acto el corazón del bosque solitario.
-Solemne compañía ataviada de negro -se dijo Goodman Brown.
Esto era cierto. Allí, fluctuando ya más cerca, ya más lejos, entre el resplandor y la penumbra, aparecían rostros que al día siguiente se verían en el Consejo Provincial y otros que, domingo tras domingo, desde los más sagrados púlpitos de la comarca dirigían con devoción la vista al cielo y con benignidad a los bancos atestados de fieles. Hay quienes aseguran que la señora del Gobernador estuvo allí. Al menos vinieron altas damas muy cercanas a ella; y las mujeres de maridos ilustres; y viudas, en gran cantidad; y vetustas solteronas, todas de intachable reputación; y bellas jovencitas que temblaban por miedo a que sus madres alcanzaran a verlas. O bien los súbitos relámpagos que cintilaban sobre el campo oscuro deslumbraron a Goodman Brown, o él reconoció a una veintena de miembros de la Iglesia de la aldea de Salem famosos por su extraordinaria santidad. El viejo y bueno del diácono Gookin había llegado y aguardaba al lado de ese santo venerable, su pastor respetado. Pero en asociación irreverente con estas personas graves, honestas y devotas, estos patriarcas de la Iglesia, estas castas damas y estas vírgenes puras, había hombres de vida disoluta y mujeres de honra mancillada, desdichados entregados a todo vicio ruin e inmundo, e incluso sospechosos de crímenes horrendos. Era extraño ver cómo los buenos no esquivaban a los malos, cómo los pecadores no sentían vergüenza de los santos. Dispersos entre sus enemigos carapálidas estaban también los sacerdotes indios o chamanes, que tantas veces habían sembrado el pánico en su bosque nativo con conjuros más terribles que cualquiera de los conocidos por la brujería de Inglaterra.
-¿Pero dónde está Fe? -pensaba Goodman Brown, estremeciéndose a medida que el corazón se le llenaba de esperanza.
Se elevó otro verso del himno, una melodía lenta y pesarosa, de esas que aman los beatos, pero acoplada a palabras que expresaban todo lo que nuestra naturaleza puede concebir sobre el pecado y que insinuaban turbiamente mucho más. Insondable para los simples mortales es el saber de los espíritus del mal. Se cantaba un verso tras otro y el coro de la selva seguía elevándose en las pausas como la nota más profunda de un poderoso órgano. Y con la última cadencia de aquel himno horripilante se elevó un estridor, como si el viento que rugía, las aguas que corrían a chorros, las fieras que aullaban y todas las voces del desconcierto de la selva se mezclaran y armonizaran con la voz del hombre culpable en homenaje al Príncipe de todos. Los cuatro pinos encendidos despidieron una llama más alta y alumbraron vagos rostros y figuras monstruosas remontadas en las espirales de humo que se cernían sobre la sacrílega asamblea. En el mismo momento el fuego de la roca se avivó con rojos estallidos y formó un arco incandescente sobre su superficie, en donde ahora aparecía una silueta.
Dicho sea con la debida reverencia, ésta tenía un parecido no muy leve, tanto en las vestiduras como en el porte, con la de algún importante clérigo de las iglesias de Nueva Inglaterra.
-¡Traigan a los conversos! -gritó un vozarrón que retumbó en el claro y cuyos ecos se perdieron en el bosque.
Al escuchar la orden, Goodman Brown abandonó las sombras y se acercó a la congregación, hacia la cual sentía una repugnante fraternidad, por concordancia de todo lo que en su corazón era perverso. Casi podría haber jurado que la aparición de su difunto padre le hacía señas para que avanzara, mirándolo desde una vedija de humo, mientras que una mujer con desvaído gesto de desesperación extendía la mano para prevenirlo. ¿Era su madre? Pero él no tuvo fuerzas para retroceder un solo paso, ni para resistirse, aun de pensamiento, cuando el pastor y el buen diácono Gookin lo tomaron de los brazos y lo condujeron a la roca incendiada. Allí llegó también la esbelta figura de una mujer cubierta con un velo, arrastrada entre la tía Cloyse, aquella pía maestra de catecismo, y Martha Carrier, a quien el diablo le había prometido el trono del infierno, bruja desvergonzada como era. Los prosélitos fueron ubicados bajo la cúpula de fuego.
-Bienvenidos, hijos míos -dijo la aparición misteriosa-, a la comunión de la raza de ustedes. Han descubierto, así tan jóvenes, su naturaleza y su destino. Hijos míos, miren tras de ustedes.
Se volvieron y contemplaron a los adoradores del demonio, que con un fogonazo, por así decirlo, aparecieron retratados contra una cortina de candela.
En cada rostro fulguraba una siniestra sonrisa de saludo.
-Allí -prosiguió la figura renegrida- están todos los que han venerado desde niños. Ustedes los consideran más santos que ustedes y aborrecen su pecado, poniéndolo en contraste con sus vidas de rectitud y de devotas aspiraciones celestiales. Sin embargo, aquí están todos en mi asamblea de adoradores. Esta noche les será permitido conocer sus actos secretos: cómo han susurrado los ancianos de la Iglesia, tras sus barbas blanquecinas, palabras de lujuria a las doncellas de sus casas; cómo, ávida de luto, más de una mujer le ha dado a su marido un bebedizo a la hora de acostarse y ha dejado que duerma el postrer sueño en su regazo; cómo se han dado prisa algunos jóvenes imberbes para heredar las fortunas de sus padres; y cómo las lindas damiselas -no se ruboricen, dulces muchachas- han cavado pequeñas tumbas en el jardín y me han convidado, como único invitado, al funeral de una criatura. Por la simpatía que hacia el pecado sienten sus corazones humanos, rastrearán todos los lugares, bien sea la iglesia, la alcoba, la calle, el campo o el bosque, en donde el crimen ha sido perpetrado; y se regocijarán al ver que el mundo entero es una mácula de culpa, una descomunal mancha de sangre. Mucho más que esto: les será dado columbrar en cada pecho el profundo misterio del pecado, la fuente de todas las artes malignas, la cual genera de modo inagotable tal cantidad de malvados impulsos, que ni el poder humano ni mi suma potencia serían capaces de convertirlos en acciones. Y ahora, hijos míos, mírense unos a otros.
Así lo hicieron. Y bajo el resplandor de las antorchas infernales el desgraciado joven descubrió a su Fe, y ella a su marido, estremecidos ante aquel altar profano.
-¡Miren! Ahí están, hijos míos -dijo la aparición con tonos hondos y solemnes, casi tristes en su desconsolada atrocidad, como si su antigua naturaleza angélica todavía pudiera llorar por nuestra raza abyecta-. Confiando en sus respectivos corazones, todavía esperaban que la virtud no fuera sólo un sueño. Ahora han salido del engaño. El mal es la naturaleza de la humanidad. El mal ha de ser su única dicha. Otra vez bienvenidos, hijos míos, a la comunión de su raza.
-¡Bienvenidos! -corearon los adoradores del Maligno, con un grito de desesperación y de victoria.
Y allí seguían ellos, los dos únicos, según parecía, que todavía vacilaban al borde de la perversidad en este mundo tenebroso. Labrada en la roca había una pila natural. ¿Contenía agua, enrojecida por la luz espectral? ¿O sangre? ¿O acaso fuego líquido? Allí introdujo la mano la aparición del mal, preparándose para imponerles en la frente la señal del bautismo de modo que pudieran compartir el misterio del pecado y fueran más conscientes de la culpa secreta de los otros, tanto de obra como de pensamiento más de lo que por su propia cuenta podían ser ahora. El marido dirigió una mirada a la pálida esposa; y Fe lo miró a él. Otra mirada, y se verían como corruptos infelices, temblando tanto por lo que revelaban como por lo que descubrían.
-¡Fe, Fe! -gritó el esposo-. ¡Mira hacia el cielo y repudia al maligno!
No supo si Fe obedeció. Acabando de hablar se encontró en medio de la noche tranquila y de la soledad, escuchando el bramido del viento que se iba extinguiendo por el bosque. Tambaleándose, tropezó con la roca, que estaba fría y húmeda. Una ramita que colgaba y que había estado ardiendo le salpicó la mejilla con el rocío más helado.
Al otro día el joven Goodman Brown entró despacio por la calle de la aldea de Salem, mirando con asombro en derredor como un hombre perplejo. El anciano pastor, que daba un paseo por el cementerio haciendo apetito para el desayuno y preparando el sermón, le concedió una bendición cuando lo vio pasar. Goodman Brown huyó del venerable santo como evitando un anatema. El viejo diácono Gookin se encontraba enfrascado en el culto doméstico y las sagradas palabras de sus rezos se escuchaban salir por la ventana.
-¿A qué deidad rezará el brujo? -se preguntó Goodman Brown.
La tía Cloyse, esa eximia cristiana de antaño, disfrutaba del sol tempranero ante la verja de su casa, catequizando a una niñita que le había traído una pinta de leche ordeñada esa mañana. Goodman Brown arrebató a la niña de su sitio como si la librara de las garras del Maligno. Al doblar la esquina del templo divisó la cabeza de Fe, con las cintas rosadas, que atisbaba de lejos con ansiedad y que prorrumpió en tal alegría de verlo, que salió disparada por la calle y casi besa a su marido frente a toda la aldea. Pero Goodman Brown la miró a la cara con severidad y con tristeza y pasó de largo, sin siquiera un saludo.
¿Se había quedado dormido Goodman Brown en el bosque y tan sólo tuvo un sueño turbulento sobre un aquelarre?
Que así sea, si usted quiere. Pero ¡ay! fue un sueño de mal augurio para el joven Goodman Brown. En efecto, a partir de esa noche del sueño pavoroso se convirtió en un hombre inflexible, triste, meditabundo y desconfiado, si no desesperado. En el día domingo, cuando la congregación entonaba un salmo sagrado, no podía escuchar porque un ensordecedor himno de pecado se agolpaba en sus oídos y sofocaba por completo los acordes benditos. Cuando el pastor predicaba desde el púlpito con vigor y febril elocuencia y, con la mano en la Biblia abierta, hablaba de las verdades sagradas de nuestra religión, de vidas santas y de muertes triunfantes, de la dicha futura o la infelicidad inexpresable, entonces Goodman Brown se ponía lívido, temeroso de que el techo se fuera a desplomar sobre el viejo blasfemo y sus oyentes. Con frecuencia, despertando de pronto a medianoche, se apartaba del regazo de Fe. Y de mañana o al atardecer, cuando la familia se arrodillaba en oración, fruncía el ceño y murmuraba para sí, miraba con severidad a su mujer y volvía la cabeza. Y cuando hubo vivido largos años y su blanco cadáver fue llevado a la tumba, seguido por Fe, una mujer envejecida, y por hijos y nietos, un cortejo nutrido sin contar los vecinos, que no eran pocos, no esculpieron en su lápida ningún versículo de esperanza, ya que la hora de su muerte fue sombría.
Notas:
1. Goodman, fórmula de tratamiento ya en desuso, tenía el significado de jefe de familia. Pero es claro que para Hawthorne importaba el sentido literal de hombre bueno; el cual, junto con el de su esposa (en inglés Faith), se presta para el juego alegórico. Como no hay en español un buen equivalente, Goodman se deja como nombre propio. En cambio, la traducción del nombre Faith es necesaria.
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2. Guillermo III reinó en Inglaterra entre 1689 y 1702. Las posteriores menciones de la tía Cloyse, la tía Cory y Martha Carrier, personajes históricos, sitúan la historia con anterioridad a 1692, año en que fueron procesados por hechicería en los famosos juicios de Salem. Dicho puerto no ha de confundirse con la aldea de Salem del relato, pueblo vecino que ahora lleva el nombre de Danvers.

Friday, September 29, 2006

Sección Joyitas: "El muerto", Jorge Luis Borges

Que un hombre del suburbio de Buenos Aires, que un triste compadrito sin más virtud que la infatuación del coraje, se interne en los desiertos ecuestres de la frontera del Brasil y llegue a capitán de contrabandistas, parece de antemano imposible. A quienes lo entienden así, quiero contarles el destino de Benjamin Otálora, de quien acaso no perdura un recuerdo en el barrio de Balvanera y que murió en su ley, de un balazo, en los confines de Río Grande do Sul. Ignoro los detalles de su aventura; cuando me sean revelados, he de rectificar y ampliar estas páginas. Por ahora, este resumen puede ser útil.
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República. El caudillo de la parroquia le da una carta para un tal Azevedo Bandeira, del Uruguay. Otálora se embarca, la travesía es tormentosa y crujiente; al otro día, vaga por las calles de Montevideo, con inconfesada y tal vez ignorada tristeza. No da con Azevedo Bandeira; hacia la medianoche, en un almacén del Paso del Molino, asiste a un altercado entre unos troperos. Un cuchillo relumbra; Otálora no sabe de qué lado está la razón, pero lo atrae el puro sabor del peligro, como a otros la baraja o la música. Para, en el entrevero, una puñalada baja que un peón le tira a un hombre de galera oscura y de poncho. Éste, después, resulta ser Azevedo Bandeira. (Otálora, al saberlo, rompe la carta, porque prefiere debérselo todo a sí mismo.) Azevedo Bandeira da, aunque fornido, la injustificable impresión de ser contrahecho; en su rostro, siempre demasiado cercano, están el judío, el negro y el indio; en su empaque, el mono y el tigre; la cicatriz que le atraviesa la cara es un adorno más, como el negro bigote cerdoso.
Proyección o error del alcohol, el altercado cesa con la misma rapidez con que se produjo. Otálora bebe con los troperos y luego los acompaña a una farra y luego a un caserón en la Ciudad Vieja, ya con el sol bien alto. En el último patio, que es de tierra, los hombres tienden su recado para dormir. Oscuramente, Otálora compara esa noche con la anterior; ahora ya pisa tierra firme, entre amigos. Lo inquieta algún remordimiento, eso sí, de no extrañar a Buenos Aires. Duerme hasta la oración, cuando lo despierta el paisano que agredió, borracho, a Bandeira. (Otálora recuerda que ese hombre ha compartido con los otros la noche de tumulto y de júbilo y que Bandeira lo sentó a su derecha y lo obligó a seguir bebiendo.) El hombre le dice que el patrón lo manda buscar. En una suerte de escritorio que da al zaguán (Otálora nunca ha visto un zaguán con puertas laterales) está esperándolo Azevedo Bandeira, con una clara y desdeñosa mujer de pelo colorado. Bandeira lo pondera, le ofrece una copa de caña, le repite que le está pareciendo un hombre animoso, le propone ir al Norte con los demás a traer una tropa. Otálora acepta; hacia la madrugada están en camino, rumbo a Tacuarembó.
Empieza entonces para Otálora una vida distinta, una vida de vastos amaneceres y de jornadas que tienen el olor del caballo. Esa vida es nueva para él, y a veces atroz, pero ya está en su sangre, porque lo mismo que los hombres de otras naciones veneran y presienten el mar, así nosotros (también el hombre que entreteje estos símbolos) ansiamos la llanura inagotable que resuena bajo los cascos. Otálora se ha criado en los barrios del carrero y del cuarteador; antes de un año se hace gaucho. Aprende a jinetear, a entropillar la hacienda, a carnear, a manejar el lazo que sujeta y las boleadoras que tumban, a resistir el sueño, las tormentas, las heladas y el sol, a arrear con el silbido y el grito. Sólo una vez, durante ese tiempo de aprendizaje, ve a Azevedo Bandeira, pero lo tiene muy presente, porque ser hombre de Bandeira es ser considerado y temido, y porque, ante cualquier hombrada, los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor. Alguien opina que Bandeira nació del otro lado del Cuareim, en Rio Grande do Sul; eso, que debería rebajarlo, oscuramente lo enriquece de selvas populosas, de ciénagas, de inextricable y casi infinitas distancias. Gradualmente, Otálora entiende que los negocios de Bandeira son múltiples y que el principal es el contrabando. Ser tropero es ser un sirviente; Otálora se propone ascender a contrabandista. Dos de los compañeros, una noche, cruzarán la frontera para volver con unas partidas de caña; Otálora provoca a uno de ellos, lo hiere y toma su lugar. Lo mueve la ambición y también una oscura fidelidad. Que el hombre (piensa) acabe por entender que yo valgo más que todos sus orientales juntos.
Otro año pasa antes que Otálora regrese a Montevideo. Recorren las orillas, la ciudad (que a Otálora le parece muy grande); llegan a casa del patrón; los hombres tienden los recados en el último patio. Pasan los días y Otálora no ha visto a Bandeira. Dicen, con temor, que está enfermo; un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y con el mate. Una tarde, le encomiendan a Otálora esa tarea. Éste se siente vagamente humillado, pero satisfecho también.
El dormitorio es desmantelado y oscuro. Hay un balcón que mira al poniente, hay una larga mesa con un resplandeciente desorden de taleros, de arreadores, de cintos, de armas de fuego y de armas blancas, hay un remoto espejo que tiene la luna empañada. Bandeira yace boca arriba; sueña y se queja; una vehemencia de sol último lo define. El vasto lecho blanco parece disminuirlo y oscurecerlo; Otálora nota las canas, la fatiga, la flojedad, las grietas de los años. Lo subleva que los esté mandando ese viejo. Piensa que un golpe bastaría para dar cuenta de él. En eso, ve en el espejo que alguien ha entrado. Es la mujer de pelo rojo; está a medio vestir y descalza y lo observa con fría curiosidad. Bandeira se incorpora; mientras habla de cosas de la campaña y despacha mate tras mate, sus dedos juegan con las trenzas de la mujer. Al fin, le da licencia a Otálora para irse.
Días después, les llega la orden de ir al Norte. Arriban a una estancia perdida, que está como en cualquier lugar de la interminable llanura. Ni árboles ni un arroyo la alegran, el primer sol y el último la golpean. Hay corrales de piedra para la hacienda, que es guampuda y menesterosa. El Suspiro se llama ese pobre establecimiento.
Otálora oye en rueda de peones que Bandeira no tardará en llegar de Montevideo. Pregunta por qué; alguien aclara que hay un forastero agauchado que está queriendo mandar demasiado. Otálora comprende que es una broma, pero le halaga que esa broma ya sea posible. Averigua, después, que Bandeira se ha enemistado con uno de los jefes políticos y que éste le ha retirado su apoyo. Le gusta esa noticia.
Llegan cajones de armas largas; llegan una jarra y una palangana de plata para el aposento de la mujer; llegan cortinas de intrincado damasco; llega de las cuchillas, una mañana, un jinete sombrío, de barba cerrada y de poncho. Se llama Ulpiano Suárez y es el capanga o guardaespaldas de Azevedo Bandeira. Habla muy poco y de una manera abrasilerada. Otálora no sabe si atribuir su reserva a hostilidad, a desdén o a mera barbarie. Sabe, eso sí, que para el plan que está maquinando tiene que ganar su amistad.
Entra después en el destino de Benjamín Otálora un colorado cabos negros que trae del sur Azevedo Bandeira y que luce apero chapeado y carona con bordes de piel de tigre. Ese caballo liberal es un símbolo de la autoridad del patrón y por eso lo codicia el muchacho, que llega también a desear, con deseo rencoroso, a la mujer de pelo resplandeciente. La mujer, el apero y el colorado son atributos o adjetivos de un hombre que él aspira a destruir.
Aquí la historia se complica y se ahonda. Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinando veras y burlas; Otálora resuelve aplicar ese método ambiguo a la dura tarea que se propone. Resuelve suplantar, lentamente, a Azevedo Bandeira. Logra, en jornadas de peligro común, la amistad de Suárez. Le confía su plan; Suárez le promete su ayuda. Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas. Otálora no obedece a Bandeira; da en olvidar, en corregir, en invertir sus órdenes. El universo parece conspirar con él y apresura los hechos. Un mediodía, ocurre en campos de Tacuarembó un tiroteo con gente riograndense; Otálora usurpa el lugar de Bandeira y manda a los orientales. Le atraviesa el hombro una bala, pero esa tarde Otálora regresa al Suspiro en el colorado del jefe y esa tarde unas gotas de su sangre manchan la piel de tigre y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. Otras versiones cambian el orden de estos hechos y niegan que hayan ocurrido en un solo día.
Bandeira, sin embargo, siempre es nominalmente el jefe. Da órdenes que no se ejecutan; Benjamín Otálora no lo toca, por una mezcla de rutina y de lástima.
La última escena de la historia corresponde a la agitación de la última noche de 1894. Esa noche, los hombres del Suspiro comen cordero recién carneado y beben un alcohol pendenciero. Alguien infinitamente rasguea una trabajosa milonga. En la cabecera de la mesa, Otálora, borracho, erige exultación sobre exultación, júbilo sobre júbilo; esa torre de vértigo es un símbolo de su irresistible destino. Bandeira, taciturno entre los que gritan, deja que fluya clamorosa la noche. Cuando las doce campanadas resuenan, se levanta como quien recuerda una obligación. Se levanta y golpea con suavidad a la puerta de la mujer. Ésta le abre en seguida, como si esperara el llamado. Sale a medio vestir y descalza. Con una voz que se afemina y se arrastra, el jefe le ordena:
-Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo le vas a dar un beso a vista de todos.
Agrega una circunstancia brutal. La mujer quiere resistir, pero dos hombres la han tomado del brazo y la echan sobre Otálora. Arrasada en lágrimas, le besa la cara y el pecho. Ulpiano Suárez ha empuñado el revólver. Otálora comprende, antes de morir, que desde el principio lo han traicionado, que ha sido condenado a muerte, que le han permitido el amor, el mando y el triunfo, porque ya lo daban por muerto, porque para Bandeira ya estaba muerto.
Suárez, casi con desdén, hace fuego.

Thursday, September 28, 2006

The Chiller Cooling System



The Chiller Cooling System(Leignorant).



En casa (o sea, en el centro de mis coordenadas) tengo un generador de Ozono (más conocido por su nombre de pila: O3 "il Ozoni" pues es de Milano).
Aveces tengo como un comienzo de reflexión con para el aparato tano. Sin embargo el razonamiento queda cortado por una sospecha, digamos, básica.
Levanto la mirada hacia la alacena, frunzo el ceño, tomo mi mentón de manera dificultosa (ya que estaba mirando hacia arriba) y pienso:
Te veo con tus branquias de tiburón exhalando Ozono en mi cocina y me pregunto: ¿si esto produce ozono, seré yo el Capitán Planeta o, por lo menos, un simple planetario?
Allí es donde mi reflexión pierde, por decirlo así, ímpetu.
No logro creer que el problema del ozono se solucione tan fácil, es por eso que me respondo categóricamente: No pibe, Capitan Planeta no existe!!
Aquí entra el implacable Segundo a repetir lo aparentemente obvio:
_Segundo: Pero vos te pensás que es tan fácil la cosa, ¿m? Imaginate cuanto ozono consume una turbina de avión o simplemente tu V8.
_Primero: Si, si, ya se. Simplemente quería ver un héroe en el aparatito.
_Segundo: Vos sabés que héroe, digamos, un correcto mortal, es aquel que firma el tratado de Kioto. Eso de ver héroes en el aparatito es un vicio extendido, no te culpo ya que vos tenés a tu amiga la Impresora Epson 1520.
_Primero: Si, bueno, la Impresora no tiene nada que ver con mi vocación por la personificación del objeto.
_Segundo: Vos sabes que si. Ella el otro día estuvo de reunión con el Tweeter derecho y resolvieron hacerte un pesado día. Obviamente en represalia a todas tus conductas dictatoriales: como si fueras el dueño!!.
_Primero: Lo de los piñazos fue más que justificado y vos también la escuchaste.
Ella me decía que no tenía tinta y luego me la escupía. Antes de eso me decía que no tenía papel sobre el papel. Es una loca!!, bancátela vos.
Segundo: Perdón, perdón, querido espejo, mi papel es bancarte a vos. A la impresora que se la aguante su mesa. Por cuestiones de gravedad, digamos. Y podríamos seguir con bromas sobre el tema del papel de la impresora en varias de sus acepciones pero hoy estoy económico para el metatexto. Término éste último, que desarrollaré en algún futuro o pasado ensayito.
En la selva electrónica del 906 había una revuelta, liderada por el Coronel Dionisio Victor Daniel (conocido como DVD) el cual se negaba a leer los discos pirateados.
DVD había conseguido la simpatía, primero - y como era de esperar - , de la seductora Teresita Viñola (Conocida como TV o Tere). Ésta última tomó, como medida sindical, variar su brillo a discreción.
Otros como Prudencio Dómenech (conocido como PC) fueron más inteligentes y se dedicaron a juntar información para una revuelta que siempre está por venir.
Pero a su vez, Prudencio vendía información y eso fue lo que enloqueció a Primero y a Segundo respectivamente de manera inversa.
La información se filtró y la Impresora Epson 1520, reclamó los derechos de autor por su solo en un collage (mix) de Primero.
Esto fue el principio de una larga cadena de juicios entre los que se destacan el juicio por maltrato doméstico efectuado por PC y el de calumnias e injurias que presentó Norton nuestro señor indesinstalable.
Sin embargo il Ozoni era un aparato tranquilo, como la licuadora, sabía que en la revolución había que pararse en el eje y no ser hereje.
Agrego: je je jesuite de Bach iller cooling System.
Nota: se recomienda que el significado hermético de la última frase permanezca en el taper.

Un charlatán para algunos: Chalmers

RESUMEN EXPLICATIVO
En su libro ¿Qué es esa cosa llamada ciencia?, Chalmers empieza con la frase "En la era moderna se siente un gran aprecio por la ciencia". Pero dicha afirmación es modificada por el mismo autor en este libro ya que la ciencia deshumaniza porque no trata como es debido a las personas y a la naturaleza.
Si hacemos un balance de los que defienden y los que atacan a la ciencia, encontraremos un elevado número de personas que están en contra. Estas personas consideran que los avances tecnológicos ponen en peligro nuestra sociedad y nos destruyen a nosotros mismos.
Sin embargo, existen (aunque en menos número) las personas que le tienen una elevada consideración a la ciencia.
A pesar de este claro desagrado hacia la ciencia por parte de la sociedad, muchos filósofos y sociólogos se interesan por ella, ya sea para venerarla o para ridiculizarla. Entre ellos se encuentra Paul Feyerabeud que se opone a la ciencia y lo demuestra de la siguiente manera :
" ... las actitudes corrientes con respecto a la ciencia equivalen a una ideología que desempeña un papel semejante al que desempeñaba la Cristiandad en la sociedad occidental hace unos cuantos cientos de años y de la que necesitamos liberarnos".1
Existe una especie de debates entre los que rechazan y los que veneran la ciencia.
Entre estos últimos, se encontraban los positivistas lógicos, que defendieron la ciencia y la distinguieron del discurso religioso y metafísico. El objetivo de éstos fue construir una definición general de la ciencia y de sus métodos y criterios. Una vez conseguido esto, pretendían desafiar la pseudociencia, de la que hablaremos más adelante.
Esta definición general o concepción general trataba de ser universal y ahistórica. Universal porque intentaba aplicarse a todas las afirmaciones de la ciencia por igual y ahistórica porque se aplicaría tanto a las teorías pasadas como a las presentes y futuras. Estos fueron los rasgos más significativos del positivismo lógico.
El positivismo persiste y lo podemos apreciar fijándonos en filósofos de la ciencia tan destacados como Imre Lakatos y Karl Popper. Lakatos consideraba que el problema de la filosofía de la ciencia era establecer las condiciones universales.
Actualmente podemos encontrar científicos que están de acuerdo con utilizar una concepción universal del método científico para así, de esta manera, mejorar y defender la ciencia.
Chalmers considera que la estrategia positivista está equivocada si lo que pretende en realidad se defender la ciencia. Los positivistas no distinguen entre normas y método universal absoluto, por un lado, y normas y métodos contingentes sujetos a cambio, por otro.
Por otra parte, si las normas se hallan implícitas en las prácticas que tienen éxito, no se puede evaluar dichas prácticas sin aquella. Por ejemplo, si comparamos la física aristotélica y la física galileana, nos damos cuenta que para argumentar cuál de las dos es superior, necesitamos alguna norma superior, ya que las normas aristotélicas nos llevan a adoptar un aposición a favor de la física de Aristóteles, mientras que las otras normas van a favor de Galileo. Esto nos lleva a la necesidad de un método universal.
Como dice Chalmers, tenemos normas absolutas o tenemos el relativismo escéptico. Pero esto, en cualquier caso, es cuestión de gusto.
Chalmers intenta encontrar un término medio entre el método universal y el relativismo escéptico.
Primeramente, hace falta la finalidad de la ciencia, que es establecer teorías y leyes generales aplicables al mundo. Si establecemos estas teorías y leyes de la manera más exigente posible, obtendremos en qué medida son aplicables al mundo y, por tanto, la medida en que son útiles. La finalidad de la ciencia se evalúa según los distintos intereses.
Para Chalmers, la física es una empresa objetiva y progresiva. Su argumentación se apoya en lo que ha logrado la física y cómo lo ha conseguido. Todo auténtico conocimiento se ha de conformar a los métodos y normas de la física. De manera que, hay cuestiones que se presentan como científicas porque se supone que han sido construidas con métodos similares a los de ésta.
Tales cuestiones son las que son criticadas por Chalmers y llamadas pseudociencia. Chalmers tan sólo evalúa las disciplinas con finalidades y métodos similares a los de la física y deja de lado las demás disciplinas.
El ser humano es quien evalúa el conocimiento y para comprender de qué maneras se puede hacer, se debe analizar los aspectos relevantes de la naturaleza humana, que son : la capacidad que tienen los humanos de razonar y de observar el mundo mediante los sentidos.
Descartes era partidario del primero de los aspectos y, según él, había que liberarse de muchos errores que nos podían confundir y no llegar a entender la naturaleza del conocimiento y sus límites.
John Locke explica que es necesario examinar nuestras propias capacidades y ver a qué se puede enfrentar nuestro entendimiento. La más importante de dichas capacidades es la de observar el mundo mediante los sentidos.
Tanto las teorías racionalistas como las empiristas padecen serios problemas internos. Así lo argumenta Chalmers :
"Los racionalistas, que intentan justificar como verdades del mundo las proposiciones a las que llegan a través de la claridad y nitidez del pensamiento, se vieron de hecho obligados a adoptar una noción problemática de autoevidencia. (Merece la pena recordar que la mayor parte de la física de Descartes, que intentaba justificar apelando a su método racionalista, resultó ser totalmente falsa)."2
También los empiristas se enfrentaron con sus problemas : la inexactitud y el alcance restringido de los sentidos.
Estos problemas son suficientes para desacreditar los intento de basar la teoría de la ciencia en la naturaleza humana. Sin embargo, no se deben rechazar como concepciones adecuadas de la ciencia.
Los humanos somos capaces de pensar y sentir. Sin embargo, no se puede justificar la naturaleza del conocimiento científico apelando a la razón, ya que, de esta manera, cambia históricamente pues el razonamiento y la experimentación implicados en la ciencia evolucionan también históricamente.
Algunos filósofos deducen que para comprender la ciencia y sus método, debemos centrarnos en la propia ciencia y los métodos que incorpora. Estos filósofo consideran que la física y su historia ilustran la ciencia en todo su esplendor. De manera que, se intenta desarrollar la teoría que más se asimile a la física. Pero nos encontramos con un problema : no disponemos de ninguna teoría adecuada a la ciencia y sus métodos que sea compatible con la historia y la práctica contemporánea de la física. Y así lo señala Feyerabeud en su libro "Contra el método".
Los sentidos no son un método seguro para identificar la ciencia, pues los enunciados observacionales son contrastables y revisables y, por lo tanto, son modificables. Como bien dicen los positivistas, la ciencia tiene una base observacional, sin embargo, las teorías científicas no pueden ser verificadas por esa base.
El principal rival del positivismo es la concepción falsacionista de la ciencia de Popper. Popper dice que las teorías científicas son susceptibles a ser mejoradas o sustituidas. Pero algunos de los criterios falsacionistas tienen problemas semejantes a los del positivismo, pues si los aplicamos, muchas de nuestras teorías más admiradas dentro de la física dejan de quedar calificadas como científicas.
Popper no cree que hay que descartar las teorías cuando presentan algunos síntomas de dificultad, pues, según él, si hacemos esto nunca llegaremos a descubrir dónde se halla el auténtico poder de las teorías. El criterio de demarcación popperiano para distinguir lo que es ciencia de lo que no es, se puede dividir en dos partes : una lógica y otra metodológica. La parte lógica reconoce que si una teoría ha de efectuar alguna afirmación sustantiva sobre cómo es el mundo, debe haber formas posibles de reconocer que el mundo es diferente a como afirma la teoría. En este aspecto se nos muestra una falsabilidad, entendida como posibilidad de conflicto entre las predicciones de una teoría y algún resultado observable.
El aspecto metodológico está ideado para solucionar la falsabilidad que acaba de aparecer.
Tiene que ver con el carácter de la estrategia adecuada que hay que adoptar ante las falsaciones aparentes : hay que someter a crítica las teorías, pero no deben ser modificadas introduciendo supuestos incontrastables para solucionarlas porque este es un método acientífico.
Pero aparece un problema : si se formula el criterio de demarcación de Popper lo suficientemente fuerte para que actúe, entonces, la física no puede ser considerada científica, porque nuestras más preciadas teorías físicas se enfrentan a problemas que los físicos solucionan de la manera que el aspecto metodológico critica.
A estas dificultades y a las de la estrategia positivista se enfrenta Lakatos con su metodología de los programas de investigación científica. Según Lakatos, un programa es científico si abre vías de investigación y si dicha investigación conduce a algún éxito en forma de predicciones nuevas que se confirman. Por lo tanto, si existe algún conflicto en algún aspecto de una teoría, no debe clasificarse como falsación, sino como anomalía. Pero este programa de investigación tiene también problemas. Uno de ellos es que carece de fuerza normativa porque nunca podrá ser rechazada una teoría, ya que el éxito puede estar siempre muy próximo.
Esto nos demuestra que es un método ineficaz para combatir la pseudociencia. Podemos notar que Lakatos y todos los que siguen estrategias similares suponen que todo conocimiento científico debe compartir los métodos y normas de la física.
Se podría entender la finalidad de la ciencia como la producción de conocimiento del mundo y, por lo tanto, la finalidad de la física como la producción de conocimiento del mundo físico. Cabe distinguir entre dos tipos de finalidades: la de producir conocimiento y la de servir los intereses políticos o económicos de clases y grupos específicos.
En las ciencias físicas se han desarrollado técnicas para producir conocimiento que afrontan la finalidad de la ciencia.
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Un rasgo importante del conocimiento científico es la generalidad. Hay una cierta conexión entre generalidad y utilidad. Aunque ha aumentado la importancia de la ciencia como medio de ofrecer un control ampliado y mejorado sobre la naturaleza, existe una cierta resistencia a aceptar una identificación entre la ciencia y su aplicación práctica. La ciencia busca entendimiento y la mejora tecnológica es un subproducto de este entendimiento ampliado.
Si nos aferramos demasiado a la imagen de la ciencia como búsqueda de generalidades teóricas, se pierden importantes características de la ciencia, porque muchos descubrimientos han sido conseguidos de manera experimental y práctica, y no contrastando teorías.
Cabe una distinción entre ciencia matemática y ciencia experimental (o baconiana en el siglo XVII). La ciencia matemática conllevaba leyes matemáticas con un elevado grado de generalidad, mientras que la ciencia baconiana implicaba un saber-cómo práctico, basado en el experimento de ensayo-y-error.
Existen dos razones por las que la existencia de la ciencia baconiana no valida el hecho de centrar la atención en la generalidad científica. La primera razón responde a la cuestión de cómo se pueden explotar los efectos prácticos fuera de las situaciones en las que han sido creados. La respuesta requiere una comprensión teórica adecuada de la situación. La segunda razón es que las generalizaciones teóricas científicas han constituido el blanco principal del ataque escéptico o relativista, más que su eficacia práctica.
Si adoptamos como finalidad de la ciencia, el establecimiento de generalizaciones, nos damos cuenta de que existe un problema: cómo establecer dichas generalizaciones.
Las filosofías de Platón y Aristóteles incluían respuestas a este problema. La solución de Platón era suponer que nuestras afirmaciones sólo se aplican con certeza a un mundo ideal. Pero la postura de Platón no aporta una solución al problema, ya que buscamos conocimiento del mundo real.
Aristóteles distinguió entre propiedades y comportamiento esencial y accidental. Y tan sólo es posible el conocimiento de lo esencial. Su razonamiento ex suppositionne elude al problema. Sin embargo, sigue habiendo una dificultad básica: el método en que se llega a las explicaciones causales de los hechos.
Ni Aristóteles ni sus sucesores disponían de la respuesta a las técnicas que distinguen lo esencial de lo accidental. La experiencia también es incapaz de llegar hasta las causas necesarias para distinguir lo esencial de lo accidental.
En la física de Galileo encontramos una nueva solución al problema de cómo validar las generalizaciones científicas. No se puede verificar la teoría de Galileo apelando a la experimentación, pues sus afirmaciones no nacían, por lo general, de la experiencia. Sus teorías y leyes científicas describen las tendencias que tienen los sistemas a comportarse de maneras determinadas. No existe una garantía de que las leyes identificadas en la actividad experimental continúen aplicándose fuera de las situaciones experimentales.
La ciencia moderna ha reemplazado la finalidad utópica de la certeza por el requisito de desarrollo o mejora continua. Este desarrollo implica que una buena teoría nos diga algo que antes no se sabía.
Los individuos no construimos el conocimiento partiendo de cero, sino que tenemos muchos métodos para producirlo y mejorarlo. Lo que debemos hacer es intentar añadir o mejorar el conocimiento disponible. Las nuevas afirmaciones han de ser juzgadas por la medida en que suponen una mejora de lo que había antes. Los requisitos de la ciencia moderna (desarrollo continuo y novedad cualitativa) son más exigentes que los de los antiguos.
Como conclusión de la finalidad de la ciencia podemos decir que las generalizaciones científicas no pueden ser justificadas a priori y que la exigencia de certeza es utópica, mientras que la exigencia de transformar y ampliar continuamente nuestro conocimiento no es utópica. La ciencia puede ser practicada de una manera que sirve, predominantemente, el interés de producción de conocimiento y no otros intereses de clases.
Los hechos objetivos están para los observadores (por medio de los sentidos), es decir, las experiencias perceptivas de los individuos no están únicamente determinadas por los rasgos físicos, sino también se ven influenciadas por las expectativas y el marco conceptual del
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observador, incluyendo la base teórica. "Los empiristas suponen que la percepción humana nos proporciona los hechos objetivos sobre el mundo que constituyen los fundamentos de la ciencia. Sin embargo, las percepciones humanas no son objetivas. Se ven influidas y conformadas de una manera importante por la subjetividad de los observadores, su bagaje teórico y cultural y sus expectativas y punto de vista. Los juicios sobre lo que son los hechos observables en una situación determinada variarán de persona a persona, de cultura a cultura y de escuela teórica a escuela teórica. Dada esta relatividad de los hechos observables, la ciencia que se basa en ello es, de modo similar, relativa a las personas, las culturas o las escuelas teóricas."3
Según Feyerabend, si consideramos la descripción que un observador hace de una situación, podemos distinguir entre sensaciones implicadas y descripción verbal de la situación, aunque, en la práctica las dos etapas van unidas. El proceso ocurre de la siguiente manera: "...cuando un observador se enfrenta a una situación y la describe, conecta automáticamente sensación y descripción, la experiencia mental y la descripción verbal aceptada sobre la base de la sensación. "4
El hecho de que la percepción tiene elementos subjetivos, no ha escapado de los científicos y se ha creado la necesidad de reemplazar la mera observación por observaciones realizadas en circunstancias normalizadas que siguen procedimientos rutinarios.
La adecuación y significado de los enunciados observacionales dependen de supuestos teóricos de diversos tipos y, por lo tanto, son falibles y revisables.
Como señala Popper, lo problemático de los enunciados observacionales sobre el mundo es que son susceptibles de resistir diversas pruebas. Lo que nos conduce a la objetividad de los enunciados son los resultados de nuestras prácticas. La aceptabilidad de un enunciado observacional no se ha de atribuir al simple hecho de que los expertos estén de acuerdo, a pesar de que tengan destreza y entrenamiento en la observación, porque lo fundamental es la medida en que el enunciado es capaz de resistir las pruebas objetivas y que conlleven el uso competente de los sentidos.
Galileo, con su cambio (el telescopio), supuso una transformación de la base observacional de la astronomía y un cambio en las normas que rigen lo que se considera evidencia apropiada en la ciencia. La observaciones que Galileo hizo con su telescopio, posteriormente publicadas, ayudaron a la defensa de la teoría copernicana. Pero hay que plantearse una cuestión: ¿por qué hay que considerar preferentes los datos del telescopio frente a los de los ojos sin más? Galileo no poseía ninguna teoría del telescopio, pero era bien conocido el hecho de que ciertas lentes podían aumentar el tamaño. Se puede demostrar la veracidad de las observaciones telescópicas de los objetos terrestres en virtud del hecho de que se pueden confrontar los datos telescópicos con la observación del objeto visto sin ayuda.
Galileo era consciente de sus posibles errores en lo referente a la observación de los planetas y las estrellas , pues hay una notable diferencia entre observar algo ya conocido, a dirigirse a algo desconocido. Según la concepción filosófica de la percepción sensorial de los opositores a Galileo, los sentidos proporcionan información fiable sobre el mundo, de manera que podemos fiarnos de ellos en condiciones normales. Por el contrario, algunos pensaban que sólo la visión directa tenía el poder de captar la auténtica realidad. La introducción del telescopio de Galileo iba, en efecto, en contra de la percepción sensorial inasistida.
Galileo observó los satélites de Júpiter e ideó un procedimiento objetivo para medir la separación de los satélites con respecto a Júpiter y esto le permitió armar una defensa muy fuerte a favor de la veracidad de las observaciones de los satélites mediante el telescopio y de las órbitas que les atribuía.
Según la teoría copernicana, la distancia de un planeta a la Tierra debe variar durante el traslado de cada uno de ellos alrededor del Sol. Pero las distancias que se observan con el microscopio no son las mismas que las que se pueden apreciar sin ninguna ayuda instrumenta. Ante esta contradicción, Galileo apeló que el ojo introducía un obstáculo propio al ver fuentes luminosas distantes y pequeñas.
Así pues, las observaciones efectuadas por Galileo proporcionan una razón para aceptar los datos del telescopio en el terreno astronómico.
La experimentación debe proporcionar fundamentos seguros a la ciencia. Sin embargo, algunos rasgos de la experimentación resultan inapropiados para constituir una base observacional segura. Los resultados experimentales deben ser apropiados y significativos y cuando dejen de serlo, hay que rechazarlos o reemplazarlos.
Los enunciados observacionales resultan inapropiados para constituir resultados experimentales significativos para la ciencia.
Popper lleva a cabo la elaboración de un componente clave del falsacionismo: la noción de contenido empírico de una teoría. Según él, buscamos en la ciencia teorías con alto contenido empírico y eso equivale a optar por teorías falsables. Popper define el contenido empírico de una teoría como falsadores potenciales, que son los denominados enunciados observacionales que chocan con la teoría.
Los falsadores potenciales de una teoría son aquellos resultados experimentales que si ocurren, contradicen la teoría. Sólo es posible falsar una teoría mediante la experimentación controlada. Los experimentos que proporcionan estos falsadores potenciales de una teoría con éxito, en vez de ser incorporados, son rechazados como irrelevantes.
Seguidamente trataremos la defensa de la experimentación ante el ataque escéptico. Los resultados experimentales dependen de la teoría. Pero hay quienes extraen conclusiones un tanto escépticas, pues concluyen que los resultados experimentales no pueden constituir la base objetiva de nuestras teorías porque en sí mismos implican la teoría. No podemos contrastar teorías, pues esto no sería racional. Es necesario declarar al escéptico, que los informes observacionales están formulados en un lenguaje que depende de la teoría y que la experimentación no consiste en hablar del mundo, sino en actuar sobre él. Los resultados de estos experimentos están determinados por el funcionamiento del mundo en vez de por las opiniones teóricas de los experimentadores.
Existen algunas dudas escépticas sobre el papel que desempeña la experimentación en la ciencia. Los sociólogos concluyen que "...hay implicada una circularidad cuando se considera que los experimentos proporcionan la base contrastadora adecuada de los teorías científicas."5
Para acabar con la discusión de estos problemas de una manera objetiva, es necesario emplear algunas tácticas "no científicas" ya que los recursos experimentales solos no son suficientes. Según Collins, para poder considerar un experimento científico, basta con creer en ello. Sin embargo, Chalmers parece no estar de acuerdo con estos sociólogos porque, según él, sus conclusiones no están justificadas ni siquiera por sus propios estudios.
Si somos objetivos, las características de los individuos (raza, sexo, clase) que crean una teoría científica no deben ser tenidas en cuenta, pues proceden de influencia sociales. Sin embargo, son muchos los sociólogos que difieren de esta opinión ya que creen que la ciencia no es inmune a la explicación social. David Turnbull lo argumenta diciendo que no hay nada peculiar en el conocimiento científico, pues está sujeto a influjos y determinantes, como el resto de formas de conocimiento.
Debemos considerar en qué sentido se dice que la ciencia es susceptible de explicación social. Primeramente, hemos de distinguir entre los aspectos "cognitivos" de la ciencia, y los "no cognitivos". Estos últimos llevan implicada la sociología y poseen un gran dominio legítimo, mientras que los aspectos cognitivos son los conflictivos, pues surgen diversas opiniones al plantearlos. La ciencia puede establecer verdades sobre el mundo natural en forma de leyes universales de la naturaleza, las cuales han sido confirmadas mediante enunciados utilizados para juzgar una teoría no son universales, ya que dependen del contexto y son susceptibles de cambio. "La cuestión lógica de que existen infinitos enunciados universales compatibles con un determinado conjunto finito de enunciados observacionales lleva a los filósofos tradicionales de la ciencia a la conclusión de que existen infinitas teorías científicas compatibles con la evidencia dada."6
Los sociólogos de la ciencia que quieran argumentar que la ciencia está, en parte, determinada por la sociedad, deben hacer algo más que combatir filosofías de la ciencia extremas.
El conocimiento científico tiene en sus orígenes una concepción sociológica. Muchos de los conceptos y prácticas empleados en la ciencia, tienen sus orígenes en el mundo social ajeno a la práctica científica concebida.
Hay un debate abierto entre sociólogos del conocimiento científico y sus oponentes sobre si hay que explicar o no las creencias de los científicos. Normalmente, no tenemos la posibilidad de conocer el grado de creencia que el científico tiene sobre la teoría que desarrolla. Así pues, pueden haber científicos trabajando en teorías en las que no creen para desacreditarlas, y, sin esperarlo, contribuir a la demostración de dicha teoría. Estas creencias serán racionales si se forman a partir de buenas razones, e irracionales si son producidas por causas psicológicas y sociológicas.
Karin Knorr-Cetina insiste en que resulta inadecuado considerar el desarrollo de la ciencia basándose en las creencias de los científicos. Las explicaciones sociológicas del contenido cognitivo de la ciencia sólo resulta apropiado explicarlas en el caso en que la ciencia se haya equivocado. Sin embargo, si la ciencia ha resultado fructífera, tan sólo hace falta recurrir a una explicación racional para explicar su progreso. Esto es debido a que las explicaciones sociológicas recurre a influencias externas. Sin embargo, Chalmers no comparte esta misma opinión.
Según Hamlyn, los modos en que podemos percibir algo se pueden dividir en: modos adecuados y modos erróneos. La manera adecuada de percibir algo no necesita ninguna clase de explicación porque percibir de forma correcta es su propia explicación. De esta manera lo explica Chalmers: "Es perfectamente legítimo preguntar cómo es que la percepción humana funciona de la forma en que lo hace, tanto cuando funciona correctamente como cuando nos engaña. Sin embargo, no resulta difícil modificar la postura de Hamlyn de manera que conserve la asimetría, pero evitando la afirmación de que percibir de forma correcta es, de algún modo, su propia explicación. En el contexto en que el mecanismo de percepción se da por sentado, no es necesario invocar ninguna explicación especial de por qué la gente ve lo que ve. En ese contexto, si Macbeth afirma que ve una gada ante sí, no se pide una explicación cuando está la daga presente, mientras que se pide una explicación ‘externa’, quizá acudiendo al estado psicológico de Macbeth, si no hay ninguna daga."7
A continuación, se plantean dos estudios sociológicos.
En el primero, Mackenzie defiende que hay una relación entre la ciencia y el contexto en el que se desarrolla. Existen dos versiones: la débil y la fuerte. Según la débil, los influjos sociales pueden distorsionar la ciencia alejándola del camino correcto y como resultado se obtiene la mala ciencia. La versión fuerte defiende que dichos influjos sociales pueden afectar al contenido de la buena ciencia.
Según explica Mackenzie, a principios del siglo XX, en Gran Bretaña, se distinguía entre los que trabajaban manualmente y los que su trabajo implicaba una actividad mental competente. Estos eran los denominados clase media profesional. La eugenesia fue una teoría social que se desarrolló con el cambio de siglo y que servía a los intereses de la clase profesional. "Según esa teoría social, el ‘mérito cívico’, que se identificaba con ‘capacidad mental’, era una característica natural, fijada, legado de cada individuo humano. Sólo aquellos que poseían un elevado grado de esta característica natural podían soportar las exigencias de una preparación profesional. De este modo, se podían considerar que la clase profesional era totalmente superior, no sólo a la clase trabajadora, que se podía percibir como tal de forma natural y apropiada debido a la falta de capacidad mental de sus miembros, sino también a la clase aristocrática y a los comerciantes, ya que la adquisición de riqueza o la herencia de linaje aristocrático no constituían una garantía de capacidad mental. "8
Se diseñó un programa social en el que se desalentaba a los pobres, criminales y retrasados mentales para impedir el matrimonio y, al mismo tiempo, se fomentaba la natalidad entre la clase profesional mediante subvenciones familiares. De esta manera, se consiguió acentuar el poder de los profesionales.
El segundo estudio sociológico pertenece a Gideon Freudenthal. Hizo una explicación social de algunos aspectos de la física de Newton. Traza el modo preciso en que las relaciones sociales entran en el contenido mismo de la física de Newton. Pretende demostrar que algunos supuestos importantes presentes en los Principia, tienen su origen en las relaciones sociales.
El siguiente es el camino que Freudenthal sigue desde las relaciones sociales hasta el contenido de la ciencia de Newton.
El objetivo de Freudenthal es la explicación de algunos de los principios de Newton, que resultan problemáticos. En lo que se refiere a la concepción de Newton de espacio absoluto, Freudenthal argumenta que el hecho de que Newton nunca explicitase todos los componentes de su afirmación es devido a que los consideraba evidentes, es decir, asumió sus argumentaciones y una vez asumidas, adquieren sentido. El argumenta de Newton pretendía establecer la concepción de libertad como propiedad esencial de los individuos y la pasividad como propiedad esencial de la materia.
Las afirmaciones de conocimiento y la evidencia que se produce son productos sociales y los conforman parte de la ciencia.
La concepción del cambio de teorías de Chalmers es la siguiente. Cuando dos teorías se desafían entre ellas, la teoría que proporcione más oportunidades de desarrollo será la que florezca, mientras que la otra quedará paralizada. De forma general, se debe explicar por qué una teoría suplanta a otra rival en términos racionales de los científicos. Una teoría prospera cuando se aprovechan las oportunidades objetivas que ofrece la investigación.
La política y los intereses sociales están también implicados en la práctica científica. Sin embargo, "El mero hecho de que no se pueda separar la práctica científica de otras prácticas que satisfacen otros intereses no implica por sí mismo que se subvierta la finalidad de la ciencia."9
A todos nos gustaría que las cosas fueran de otra manera y que la ciencia se pudiera desarrollar en direcciones más en consonancia con los intereses y necesidades de la gente común. "Aunque es importante reconocer que el conocimiento científico constituye una poderosa ayuda para nuestras intervenciones tecnológicas, ingenieriles y medioambientales en el mundo, y para que entendamos sus posibles efectos, reconocer las limitaciones de la ciencia en este sentido es un correctivo necesario para las mistificaciones y exageraciones que acompañan de forma típica las afirmaciones de los tecnócratas."10
Como última observación, Chalmers señala la necesidad de captar las limitaciones y el alcance del conocimiento científico.





BIBLIOGRAFÍA

CHALMERS, Alan, La ciencia y como se elabora. Editorial Siglo XXI. Madrid, 1992.


Levantado de rincondelvago.com (mil disculpas por los errores ortográficos ajenos"

Próximamente: El texto completo de Chalmers "Que es esa cosa llamada ciencia"

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